domingo, 9 de mayo de 2010

♣ LA MADRE: novela completa de Máximo Gorki. Cómo una madre lucha por la justicia junto a su hijo.

La madre

Máximo Gorki

PRIMERA PARTE

I

Cada mañana, entre el humo y el olor a aceite del barrio obrero, la sirena de la fábrica mugía y temblaba. Y de las casuchas grises salían apresuradamente, como cucarachas asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban unas con otras: injurias soeces desgarraban el aire. Había también otros sonidos: el ruido sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas.

Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la escoria humana, y los obreros, los rostros negros de humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por las calles, dejando en el aire exhalaciones húmedas de la grasa de las máquinas. Ahora, las voces eran animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel día, la cena y el reposo los esperaban en casa.

La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin dejar huella: cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo, y cada hombre estaba contento.

Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después, las gentes serias y casadas, se ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jóvenes su indiferencia en materia religiosa. Al volver de la iglesia, comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer.

La fatiga, amasada durante años, quita el apetito, y, para comer, bebían, excitando su estómago con la aguda quemadura del alcohol.

Por la tarde, paseaban perezosamente por las calles: los que tenían botas de goma, se las ponían aunque no lloviera, y los que poseían un paraguas, lo sacaban aunque hiciera sol.







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